Acabo de leer la editorial de una revista que nos plantea una paradoja al tratar de hacer las cosas como creemos mejor, lo que se supone que está bien y es visto positivamente en la sociedad y los riesgos que conlleva la ligereza en la toma de decisiones “buenas”.
Todo lo que describía su autora es verdad; muchas veces las personas tienen que escoger entre la opción menos mala y nosotros sólo hacemos de jueces, simplemente porque estamos acostumbrados a una extrema polarización en todo y tendemos a ver el mundo en blanco y negro. No obstante obviamos los múltiples matices que en el camino van apareciendo, porque si todo en la vida partiera de la simple dicotomía, las decisiones sería mucho más fáciles de tomar. Pero no es así. Hay una inmensa cantidad de variables que nos hacen replantearnos una y otra vez si el camino que escogimos es el correcto, variables que van aumentando conforme sabemos un poco más; en este punto es cuando me atrevería a decir que actualmente no hay tesoro más grande que la ignorancia pues teniéndola como aliada podríamos vivir mucho más felices. Sin embargo cuando decidimos abrir los ojos, investigar y tratar de saber que pasa más allá de nuestro entorno inmediato, saber que cualquier decisión que tomemos repercutirá en lugares y personas que ni siquiera conocemos o, más difícil aún, es saber que afectan a los más cercanos nos hace dar cuenta de la trascendencia de nuestras acciones.
Es entonces cuando desde la moda podemos replantearnos todo el sistema (cosa que deberíamos hacer en todos los sistemas económicos y sociales, en realidad): pensamos por ejemplo en usar fibras orgánicas, el famoso algodón orgánico que nos hace sentir unos abanderados de la ecología. Sin embargo ignoramos que el cultivo del algodón es uno de los más contaminantes y de más consumo de agua, sin contar con la cantidad de hectáreas que son destinadas a estos cultivos en lugar de a la producción de alimentos a en países donde los índices de desnutrición son alarmantes. A pesar de ello es algodón orgánico y ya hemos puesto nuestro granito de arena pero eso son sólo paliativos a una realidad más compleja. Ejemplos como el anterior son innumerables, donde aparentemente lo estamos haciendo bien aunque solamente estamos cambiando un problema por otro; pero no nos detenemos a pensar que todo esto lo podríamos solucionar desde nosotros mismos con conciencia de esa realidad que necesita ser reordenada.
Como muestra de lo anterior, hace pocos días se abrió un concurso para plantear ideas respecto al manejo de los residuos textiles que crecen cada vez más. Con este tipo de iniciativas por primera vez se plantea la moda empezar a involucrarse en una economía circular donde exista un cradle to cradle (de la cuna a la cuna), algo que a primera vista es un alivio, una señal de que estamos abriendo los ojos. El problema es qué hacer con estas soluciones. Yo misma he estado dándole vueltas a esto y en ese proceso he encontrado muchas otras iniciativas que se plantean hacer las cosas de manera diferente y con veras a un futuro más sostenible, pero de nada nos sirve invertir tanto tiempo y tanta tecnología e investigación si solo tratamos de curar los síntomas de la enfermedad. Si a largo plazo descubriéramos como volver a introducir los residuos en la cadena productiva sólo para generar más crecimiento de la misma, inclusive la basura se quedaría corta: ¿De qué nos sirve sembrar dos árboles si necesitamos cortar cuatro para poder acomodarmos al mercado?
Por eso es momento de repensar el sistema, de no pensar en el consumo sino en todo lo que hay detrás de cada elección que hacemos, en crear una economía circular y colaborativa que sea local, que no pretenda escalar desproporcionalmente. Un sistema que no intente competir ferozmente para demostrar su ventaja sino que se haga bien y con conciencia e involucrando equitativamente a todos sus actores, desde los entes gubernamentales hasta los consumidores.
No se trata por lo tanto de ser simplista y pensar que es mejor aceptar el medio en el que ya estamos inmersos porque aparentemente al final nuestras acciones son más perjudiciales. Se trata de sacudirnos y no sentirnos bien por comprar desmesuradamente porque al menos esos niños no mueren de hambre pero viven sin infancia, de no sentirnos benevolentes por acoger a los refugiados sino culparnos por ser apáticos, por no interesarnos en el porqué de su desplazamiento, de no alardear de nuestras dietas orgánicas sino de cargar con el peso de una agricultura nacional desamparada y desde ahí saber que estamos en capacidad de abordar el mundo en todas sus tonalidades y no solo tener que escoger el blanco o el negro.
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